Su inglés y mi hindi eran
suficientes para entendernos. Cada día pasaba junto a su tienda de camino a
casa, y el inicial hola y adiós se había terminado convirtiendo en animadas
conversaciones y largas tardes en su tienda. Un mostrador, dos largos asientos
improvisados con dos tablones de madera, y la cocina con cuatro calderos y una
mini cocinilla, creaban una tienda-comedor en un espacio récord. Había venido
de su pueblo para ganar dinero, que enviaría a su familia. Su historia, la de
miles que intentaban prosperar en una sociedad que poco ayuda a quienes, por
nacimiento el destino les es dado.
Solía pasar largas tardes allí sentado,
incluso ayudándole a vender galletitas de té, paquetes de papas, o lo que mi
pobre hindi me permitía entender a los clientes. A la gente le fascinaba ver a
un extranjero trabajando en aquella tienda. Normalmente, a los extranjeros se
les asocia cierto nivel social, estatus; por así decirlo, en parte por la
actitud que muestran la mayoría (y algunos indios de piel clara). Todo está en
el tono de la piel, aunque muchos intenten negarlo.
Yo solo quería ser yo, encajar de
verdad, y no ser tratado como un rey. Me contaba que había alquilado aquella
mini habitación para montar su tienda por 60 euros (un dineral para quien no
tiene recursos) y que trabajaba y vivía en el mismo sitio. Trabajaba todos los
días, desde las siete de la mañana, hasta casi la media noche. Entonces, sacaba
una manta que estiraba en el suelo, para dormir, junto a su hijo de cuatro años,
que correteaba durante el día por las calles del barrio.
Cuando estaba en la tienda, la
gente se acercaba y entraba. Me miraban con curiosidad, y luego le preguntaban
a Kalam que qué hacia allí, a lo que él respondía con orgullo que yo era su
amigo.
De repente me sentía más a gusto
allí, en aquella pequeña tienda con Kalam y la gente que diariamente la
visitaba, que en ningún otro sitio. Me preocupaba que pensaran que simplemente
era otro extranjero más, haciendo la buena obra, considerándome superior o
sonriendo con alguna extraña intención. Quería borrar esa barrera invisible.
Un día, propuse ver una película
en la televisión con DVD polvorienta y abandonada que había en la tienda.
Intenté explicarle que ayudaría al negocio y sería divertido. Ese día, la
tienda se llenó de gente de todas las edades, que comían y disfrutaban de la
película, y yo entre ellos, como uno más.
Una noche hablábamos,
precisamente, sobre la actitud de algunas personas. Arrogantes y altivos. Yo
hablaba con Sahil, uno de los habituales en la tienda. Intentaba hacerle
entender que yo no era así, que solo era yo, simple, sin intención. Me costaba
hacerme entender, ya que su inglés era muy escaso y mi hindi no alcanzaba para
explicar ideas tan abstractas. De repente, puso su mano sobre mi pecho y dejé
de hablar. En una mezcla de inglés e hindi logró decirme: las palabras no son
importantes, cuando habla el corazón.
Llegó el día de la despedida y el
regreso, a la antigua realidad, al monstruo de una sociedad consumista, donde
todos están perdidos aun teniendo de todo. Yo fui feliz, así, ahí, en ese
momento, en esa tienda, con ellos, con tan poco y mucho a la vez. Podía
imaginar mi vida, verla, sentirla, no tenía que buscar nada. Yo buscaba algo,
pero me encontró Kalam, en su tienda, me sentó en uno de aquellos bancos de madera,
y ya no puedo imaginar una vida más feliz.
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