
El último sueño de un viejo, la nueva novela de Quintín Alonso Méndez, es una obra experimental, un libro para eruditos, para especialistas, críticos o estudiosos, pero también para cualquier lector que sepa detenerse a analizar la belleza del lenguaje de la escritura. Se trata de poesía en estado puro: doscientas ochenta y seis páginas de prosa poética donde prima la búsqueda de belleza en el lenguaje frente a una trama habitada de nostalgia y pesimismo. No hay sucesos importantes que contar, sino el fluir de la consciencia del protagonista, «el viejo», que habla desde la escritura a todo el que lo lee, aunque la mayor parte del tiempo está pensando en su amada y le habla a ella a pesar de que no está seguro de si realmente existe o existió.
El
libro comienza con una frase muy significativa: «donde igual que de
inacabable puede llegar a ser un instante, igual de inacabable podría
ser esta historia». Y es que El último sueño de un viejo puede
terminar en cualquier momento o no terminar nunca. Otro indicio del
talante de la obra también lo tenemos en el inicio, con una expresión de
gran belleza: «Cultivo estrellas en la noche para no dejar de verte».
En las dos siguientes páginas, escritas a modo de introducción, el
narrador protagonista recuerda a sus padres (ambos le dicen que es un
gran escritor). Además, el autor nos da la clave del argumento y de la
estructura de esta obra en un párrafo revelador: «Dejé de ser ese gran
escritor cuando te conocí. Primero enmudecí, luego quise volar y al
final me derrumbé. “Escribirás una gran novela de aquí”, me dijiste, y
aquí era nosotros».
Por eso, El último sueño de un viejo
se estructura en tres partes (o capítulos) fundamentales: «la mudez»,
«el vuelo» y «el derrumbe». Pero antes de empezar la segunda parte, el
narrador indica: «Al mismo tiempo que es la mudez, es el vuelo» y antes
de empezar la tercera señala: «Al mismo tiempo que la mudez y el vuelo,
es el derrumbe». Es decir, todo ocurre prácticamente a la vez; aunque
también nos advierte de que «entre la mudez y el vuelo hay una isla de
media hora…»; y entre el vuelo y el derrumbe «hay un instante que se
quiebra frágil bajo el peso de los días…». Así, intuimos que, tras el
abandono por parte de la amada, el «viejo» siente todo de modo
simultáneo: se queda mudo, experimenta las imágenes lascivas y eróticas
que le persiguen y, al mismo tiempo, se derrumba. Es el eterno retorno
donde todo regresa y nada termina. De este modo, el autor rompe los
límites del tiempo tradicional de la literatura, una cuestión que se
extrapola también al grafismo de la obra, en la que se han eliminado los
puntos finales de cada capítulo. Este rasgo que sella su personalidad
se extiende incluso a la sinopsis del libro y a la biografía del autor.
Además, en el interior del texto, la puntuación se torna arbitraria: en
ocasiones, desaparecen las comas, los títulos de los capítulos se
transcriben en minúsculas, y hay un uso tan peculiar como intencionado
de la raya o guión largo.
La mudez, el vuelo y el derrumbe
En «la mudez», el narrador nos transporta a su casa, que se encuentra en un pueblo en forma de barca. Su vida transcurre entre el bar, en la atalaya, y un manicomio inexistente, que solo está en la mente del narrador, quien nos habla también, en forma de delirio, de la amada, aunque en algunos momentos parece que ni si quiera la conoce: «Si te hubiese conocido, me habría enamorado de ti». En otros momentos, se dirige directamente al lector y le comenta que escribe en una libreta con un lápiz lila. Por otro lado, entre medio de sus pensamientos emerge una aparente trama: la relaciones públicas de la editorial le ha propuesto al protagonista ser el negro de otro escritor; propuesta que él rechaza, pero realmente esto no ha sucedido sino en el sueño-escritura, en ese monólogo autodestructivo («la culpa de este monólogo imbécil, “autodestructivo, de pobre víctima”…»
El erotismo invade «el vuelo», capítulo dedicado en su totalidad a la mujer amada. El narrador asume el papel de perdedor solitario mientras reflexiona sobre la escritura: «…juntos tú y yo en el único lugar posible, desnudos en el fulgor del instante, aquí, entrelazados, atados al vacío de la nada, a la nada que se queda dentro del vacío, aquí, en el único lugar posible, en el lecho de la escritura, apurando hasta la última gota de los torpes pero insaciables renglones que no saben amarte, tan torpes como yo, que tropiezo al desnudarte y hago daño donde quiero acariciar, causo dolor donde quiero el grito primario y más placentero del placer». En este capítulo, las hormigas, que acarician a la amada, se conforman como elemento erótico: «Callo. Me recreo en tus manos, viendo cómo las hormigas ya se acercan, envolviéndote».
La soledad, el pesimismo y la muerte cobran protagonismo en «el derrumbe», un capítulo que, a su vez, se divide en tres apartados: «tiempo cero», «espacio cero» y «escritura cero». En ellos, Quintín Alonso Méndez establece un juego entre los anteriores elementos sin centrarse por separado en cada uno de ellos sino poniendo en evidencia sus interrelaciones;… y la «escritura cero», es el final, es decir, la muerte.
La mudez, el vuelo y el derrumbe
En «la mudez», el narrador nos transporta a su casa, que se encuentra en un pueblo en forma de barca. Su vida transcurre entre el bar, en la atalaya, y un manicomio inexistente, que solo está en la mente del narrador, quien nos habla también, en forma de delirio, de la amada, aunque en algunos momentos parece que ni si quiera la conoce: «Si te hubiese conocido, me habría enamorado de ti». En otros momentos, se dirige directamente al lector y le comenta que escribe en una libreta con un lápiz lila. Por otro lado, entre medio de sus pensamientos emerge una aparente trama: la relaciones públicas de la editorial le ha propuesto al protagonista ser el negro de otro escritor; propuesta que él rechaza, pero realmente esto no ha sucedido sino en el sueño-escritura, en ese monólogo autodestructivo («la culpa de este monólogo imbécil, “autodestructivo, de pobre víctima”…»
El erotismo invade «el vuelo», capítulo dedicado en su totalidad a la mujer amada. El narrador asume el papel de perdedor solitario mientras reflexiona sobre la escritura: «…juntos tú y yo en el único lugar posible, desnudos en el fulgor del instante, aquí, entrelazados, atados al vacío de la nada, a la nada que se queda dentro del vacío, aquí, en el único lugar posible, en el lecho de la escritura, apurando hasta la última gota de los torpes pero insaciables renglones que no saben amarte, tan torpes como yo, que tropiezo al desnudarte y hago daño donde quiero acariciar, causo dolor donde quiero el grito primario y más placentero del placer». En este capítulo, las hormigas, que acarician a la amada, se conforman como elemento erótico: «Callo. Me recreo en tus manos, viendo cómo las hormigas ya se acercan, envolviéndote».
La soledad, el pesimismo y la muerte cobran protagonismo en «el derrumbe», un capítulo que, a su vez, se divide en tres apartados: «tiempo cero», «espacio cero» y «escritura cero». En ellos, Quintín Alonso Méndez establece un juego entre los anteriores elementos sin centrarse por separado en cada uno de ellos sino poniendo en evidencia sus interrelaciones;… y la «escritura cero», es el final, es decir, la muerte.
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