"El segundo cajón", de Lázaro R. Arteaga / Capítulo 1: El sótano

Hacía mucho tiempo que aquella antigua puerta no se abría. Chirrió como las de viejos y lúgubres castillos medievales, más propios de una película de Drácula que de una casa de dos plantas situada en pleno centro de Las Palmas. Una angosta escalera conducía a un tenebroso sótano donde reinaban el desorden, el polvo y las polillas, por no hablar de otros bichejos más grandes que se habían adueñado de la oscuridad del lugar. Buscó, sin saber muy bien lo que buscaba, nada en concreto. Gregorio había cerrado aquella puerta hacía años para no afrontar su triste realidad, tan dolorosa que desgarraba sus entrañas cada segundo de su vida. 

La muerte de Julio, su único hijo, le cambió para siempre. Se volvió huraño, arisco. Su pena era tan grande que ni siquiera era capaz de leer un periódico. Temía volver a encontrar en la página de sucesos aquel terrible accidente. Las preguntas se sucedían en su cabeza una y otra vez, como si encontrando alguna respuesta positiva la vida le fuera a devolver a su hijo. ¿Y si no hubiera llovido ese día? ¿Por qué el conductor ebrio que provocó aquella desgracia no se mató en vez de chocar frontalmente contra Julio?

El sonido del teléfono de aquel fatídico día regresaba para retumbar una vez más en su interior y le estremecía la voz de aquella amable policía que intentaba explicarle de forma sutil un accidente inexplicable. Este se le aparecía una y otra vez como un malvado déyà vu cuando cerraba sus cansados ojos para intentar dormir. Había cambiado el tono de su móvil más de cien veces, pero en su subconsciente volvía a sonar siempre el mismo del infausto recuerdo, una ranchera de Rocío Dúrcal que Julio le había instalado porque Gregorio era muy aficionado a la música mexicana.

No había tenido suerte en la vida. A los tres años del nacimiento de su hijo, su esposa, Maruca, moría tras una larga enfermedad que trajo consigo grandes dosis de sufrimiento. No se volvió a casar, pues su amor era para toda la vida, de esos amores cómplices que jamás se pueden olvidar, y prefería la soledad a mancillar con otra mujer el nombre de su gran amor. Era de esas cosas de la vida que muchos no pueden llegar a entender, pero que existen, romanticismo y fidelidad en su máxima expresión. Por eso, quizá solo por eso, des-de ese momento, con Julio chiquitito, su única preocupación fue dar una educación correcta al niño, llevarlo por el buen camino como habría sido el deseo de su madre, haciendo de él un hombre de provecho, sin vicios y honesto.

Desde su trabajo de importaciones en una empresa en el puerto de Las Palmas, le quedaba poco tiempo libre que compartir con él, pero ganaba bastante dinero y lo invertía en un buen colegio, clases de música y kárate, e infinidad de actividades que llenaran el alma de Julio y que lo hicieran crecer como persona. No nos olvidamos de los idiomas. Viviendo en una ciudad cos-mopolita como esta, Gregorio entendía lo fundamental que estas enseñanzas podían llegar a ser para su hijo. Así que aprovechó unos cursos para hijos de empleados del puerto y lo puso a estudiar inglés y chino. «Ampliar conocimientos nunca está de más», ese fue siempre su pensamiento.

Julio fue creciendo conforme a lo establecido por Maruca antes de morir. Era un chiquillo tranquilo, que prefería estudiar a jugar, la música clásica a la verbena, un Clipper antes que un ron, contemplar pri-mero una estrella antes que observar el firmamento completo, un buen libro a la televisión. Aprovechaba cada herramienta que su padre ponía a su alcance. Tenía un don innato para los idiomas. Practicaba diversos deportes. A medida que iba creciendo valoraba cada vez más todos los esfuerzos de Gregorio y, en honor a su madre, siempre ejercía de lo que realmente era: un niño bueno.

La vida no siempre nos da lo que queremos sino lo que podemos conseguir, pero, a veces, está llena de sorpresas, de esas que no dejan a nadie indiferente y que hacen que todo lo que parecía perdido vuelva a tener sentido. Tras tocar fondo ya no se puede bajar más, o te quedas ahí o luchas por salir a la superficie.

Por encima del abatimiento, Gregorio tenía la convicción de que había hecho siempre lo correcto y de que, por muchos palos que recibiera de la vida, no tenía que ser cobarde y huir. Como buen canario nacido en un pequeño pueblo de Gran Canaria, se había criado con el esfuerzo como bandera, trabajando desde chico la tierra y tomando leche de cabra que él mismo ordeñaba. Sus padres le habían inculcado una serie de va-lores basados en buscar la parte positiva de todo lo que hacía y lo que le quedaba por hacer, por eso nunca se derrumbó del todo, y, por eso, quizá solo por eso, la vida le iba a premiar con un rayo de esperanza en la inmensidad de su gran infortunio.

A Gregorio le llamó mucho la atención una carta cerrada, con un remitente extraño, parecía chino. Pero no es un fácil juego de palabras, es que el origen de la misiva provenía de aquel país. Después de tanto tiempo intentando enterrar los recuerdos, había llegado el momento de ordenar todo aquello que quedó relegado en el olvido. Quizá nunca pasaría el suficiente, pero inexorable y constante seguía su camino. No le quedaba más remedio que honrar la memoria de sus seres queridos manteniéndose en pie, luchando en la vida como, a buen seguro, les habría gustado a Maruca y a Julio. Muchas veces planeó por su cabeza la idea del abandono, marcharse de este mundo para reunirse con los suyos en el más allá, acabando con un sufrimiento angustioso y monótono que había transformado su vida en una esclavitud, la esclavitud del ser que no es, de alguien que deambula sin rumbo y sin ilusión, de un cuerpo ingrávido e inerte, sin alma.

La curiosidad invadía su pensamiento. Dos cartas del banco, una del Círculo de Lectores, otra de un centro comercial y aquella otra que realmente le producía un sentimiento extraño, a medio camino entre la trascendencia y el deber, era una sensación que intuía importante. Una carta de China. Abrió con sumo cuidado el sobre, temía perder las señas del remitente. Después de tanto tiempo el papel se encontraba algo deteriorado; la humedad y la falta de aire en el sótano habían causado estragos en la práctica totalidad de todos los objetos existentes allí.

Sacó los tres folios escritos a mano, aún después de tantos años el aroma a fragancia de jazmín se hacía notar entre las palabras. Los observó, veía una serie de símbolos de los que nada entendía, ni una sola frase en castellano. Venía dirigida a Julio. Él dominaba varios idiomas, entre ellos el chino. Al intuir que podría ser importante decidió que, al levantarse por la mañana, lo primero que haría sería ir a los muelles para conversar con su antiguo compañero de trabajo Andrés, un amigo políglota que, a buen seguro, le ayudaría a traducir aquel enigma.

Siguió rebuscando entre las cosas de su hijo y empezó a ver lo que nunca antes había visto, quizá por falta de atención o tal vez porque no hay que ser ciego para no ver. 

La frustración, el hastío y la desesperanza hacían que Gregorio, cada vez que pisaba ese sótano, cubriera sus ojos con una espesa capa de lágrimas que manaban incesantes de sus cansadas pupilas, nublando su vista, espesando aún más su dolorido corazón y cegando todo aquello que era fácil de ver. En un rincón, el póster de la Unión Deportiva Las Palmas de la temporada del accidente, un calendario de los partidos y un recorte de prensa con la clasificación de esa jornada; era un gran aficionado al fútbol, una de sus pasiones. En el centro de la mesa, su ordenador portátil, un cuadrante de trabajo con los horarios de sus empleados para la siguiente semana rectificado a mano, como si se tratase de una obra inacabada y póstuma, un legado intrascendente y banal, insignificante tras los hechos acontecidos, y a su lado unas anotaciones en la agenda con todas las cosas que había previsto hacer y que tristemente nunca pudo llegar a realizar como, a buen seguro, hubiese querido.
 
En la estantería central, los archivadores con toda la gestión de la empresa, libros de contabilidad, calendarios laborales, estados de cuentas, muchas anotaciones en todas ellas con post it. Julio era muy meticuloso y se tomaba muy en serio su trabajo, nunca dejaba nada para mañana, siempre que podía lo hacía hoy, pero si no quedaba más remedio, las notas le recordaban en todo momento su deber. Sentía verdadera devoción por su labor.

A la izquierda, una gran librería, repleta de grandes obras del saber, literatura universal y española, héroes del pensamiento de todos los tiempos, grandes películas que han hecho historia. Julio era una persona muy culta, no por tener todos estos libros y películas, sino porque, simplemente, echando un rápido vistazo uno se daba cuenta de que había leído y visto esas obras maestras. No estaban, como sucede en muchas ocasiones en otras casas, como simples objetos de decoración.

A veces una imagen vale más que mil palabras, pero, para ser totalmente sinceros, pienso que esto sucede pocas veces, pues esta frase es un tópico utilizado por aquellas personas a las que les cuesta trabajo extra leer una buena obra. En la parte superior de la librería había un mural escrito a mano en el que esta vez sí reparó Gregorio. El texto que hizo humedecer sus ojos decía así: «¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». Es muy probable que no entendiera del todo este pasaje de la obra de Calderón de la Barca, pero sí conocía bien a su hijo, y sabía perfectamente del carácter soñador y positivo que siempre acompañaba su forma de ser. Por eso intuyó la importancia de aquellas palabras que ocupaban un lugar destacado en su espacio.

Pero el secreto mejor guardado estaba en los cajones del escritorio que se encontraba en la parte derecha del sótano, esos que, en otros momentos, había abierto y en los que no había visto nada; en el primer cajón, elementos de oficina corrientes: bolígrafos, marcadores fluorescentes, grapadora, tacos de notas, y un sinfín de artículos de los que se servía Julio para organizar su trabajo.

En el segundo cajón…, quizá la vida de Gregorio hubiera cambiado si hubiese abierto antes ese segundo cajón; puede que esa carta venida desde China y que nunca se llegó a abrir trajese consigo una noticia que no le devolvería a su hijo, pero que significase una sorpresa agradable. Ya no importaba el tiempo pasado, ni valía la pena lamentarse; había que traducir esa carta, más que por curiosidad porque Gregorio intuía que se trataba de algo muy importante. Hasta ese momento no había podido ver, pero el cajón ya estaba abierto, sus ojos ya vislumbraban entre tinieblas y la vida podía cambiar, por-que la vida te da sorpresas.


El segundo cajón, de Lázaro R. Arteaga se presentará el 17 de marzo en el Salón de Plenos del Cabildo de La Gomera

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