De la aniquilación al refugio que silencia, por Rosa María Ramos Chinea


La escritora Elena Villamandos, a quien hasta ahora hemos admirado, gracias a su impecable narrativa, nos sorprende con su primer poemario: Poética y vida, libro en el que recopila siete años de recorrido por los raíles de la poesía.

El poemario, dedicado a la memoria de su padre, se divide en varios subtítulos. El primer apartado, «Poemas del tiempo y de lo humano», inicia con la imagen de una diosa guerrera, una suerte de amazona marina, que pertrechada con armadura y espada monta sobre una sirena. Sabemos que las sirenas, con sus hipnóticos cantos, anuncian terribles peligros. A diferencia de Ulises, atado al mástil de su navío, el yo poético, desde el primer verso, se lanza sobre todas las posibles amenazas y comienza su periplo a través del antes, el ahora y el mañana, buscando definir «el tiempo que habitamos más allá de nosotros». Desde este primer texto ya se nos anuncia un yo poético que tratará de sortear vivencias tan desgarradoras como el inevitable paso del tiempo, la muerte del otro y la propia muerte, el sopor que nos produce la monotonía y la búsqueda infructuosa del amor. En la poesía de Elena Villamandos hay una fuerza marina. Es la diosa Afrodita que procede del mar y contiene toda la belleza. Podría definirse su verso como torrencial, precipitado, hídrico. La fuerza acuática del amor eleva a la diosa guerrera cuyo joven útero gesta a una mujer nueva capaz de crear un lenguaje de «palabras nunca antes articuladas». El útero parece ser el único lugar seguro y la madre, la surtidora de la leche nutricia: la madre como poseedora de alimento y refugio.

El tiempo es una clave constante a lo largo de todo el libro. El yo poético busca salirse de la temporalidad orbital para situarse en el espacio silencioso de ese instante preciso en el que la fusión de dos cuerpos deshace lo pasado y lo futuro. Es, sin embargo, y lo sabemos, tan efímero el placer. Indefectiblemente retornamos «al horizonte azul de las cosas y sus días», a la trampa de la cotidianidad y sus imposiciones.

A lo largo de la lectura nos encontramos con la memoria del dolor por la aniquilación del mundo conocido: la degeneración del continente que se extingue y nos extingue, la confrontación de los egos que pretenden regir el destino de los pueblos. El yo poético, desde la añoranza, nos sitúa en un espacio imaginario donde «el polvo se acumula sobre las mantas», lugar ya arrasado donde el silencio es interrumpido únicamente por la melodía de una canción de Leonard Cohen. Y de este modo, como un pájaro posado en los alambres, mientras contempla las ruinas del mundo conocido, la poeta escribe: «es en Soroya, entre los escombros, donde mejor respiramos».

Tomando como referencia el poema «Yo poeta declaro» de Agustín Millares, poema que plantea la fe en la poesía como instrumento del pueblo para su liberación, la poeta construye su propia antítesis al declarar «perdida por siempre mi (su) fe en la poesía». Y como manifiesta evidencia de esa pérdida de fe leemos la siguiente imagen en el citado poema. «Mis ojos vierten una lágrima de tinta / sobre mis manos».

En el apartado «Poemas a Pablo», la autora nos remite a la imprevista e innecesaria muerte de un niño. Y como en un canto que busca mitigar el pesar por la ausencia, convierte al ausente en un astronauta que «navega hacia el infinito». El niño se vuelve astronauta y también pájaro.

Pero esa imagen no logra aminorar el abatimiento del padre que sostiene sobre sus hombros el ataúd, «donde mi niño, tranquilo, está dormido». El niño busca su casa en las nubes. La casa está arriba, en el lugar donde la infancia hace girar la comba «y con ella el universo». Es la casa que habitan los espíritus de los infantes. Y es así como la poeta crea un universo inédito, donde cada fantasma de un niño hace nacer un nuevo planeta.

En «Zoología de Interiores», tercer apartado del libro, se respira una atmósfera de decadencia que lleva al yo poético a imaginar su propia aniquilación. Se despliega una escena gris que discurre atenazada por el tic tac del reloj, la huida precipitada del insecto que se esconde tras la nevera, y el revólver frío contra la sien. Todo hace presentir el momento del disparo que por suerte o ausencia de suerte, no logra consumarse, imposibilitando así el acto suicida. En este apartado los insectos forman parte del escenario. La poeta contempla sus movimientos, los describe. Las moscas, por ejemplo, en su ir y venir, en el sopor de la tarde, detienen la mirada de la persona poética, que revela su gusto por estos insectos voladores: «sus quebradizas y transparentes alas». Y es imposible leer el poema «Moscas de sobremesa» de Elena Villamandos, sin que este nos remita al poeta Antonio Machado: «¡Moscas del primer hastío / en el salón familiar, las claras tardes de estío / en que yo empecé a soñar!».

«Cancionero suicida», cuarto subtítulo del libro, contiene poemas de amor, de olvido y de muerte. La amante, incapaz de encontrar saciedad a través del placer, rumia la idea de la anulación de la personalidad, mientras anhela convertirse en un ser capaz de encontrar la liberación. No parece existir la posibilidad de permanecer en el abrazo de la amante para salvarse del miedo a la muerte. Leemos: «Aún no alcanzaban mis dedos / los túneles de tu cuerpo / y ya te estabas marchando».

El yo poético se precipita al vacío y «como el otoño en las hojas… fallece mi (su) interior entre tus (sus) manos». Querer desaparecer en la otra. Difuminarse. Y luego regresar sin esperanza al veneno que inyecta la rutina. Sentir la culpabilidad que conlleva la incapacidad de amar más allá del placer. Y otra vez la muerte que indefectiblemente acompaña al cuerpo:
«ese extraño y lento suicidio tuyo de tumores». La revelación del amor-odio, la purga de las culpas en el cuerpo de la otra: «Deseo la oscura llamarada de tus agujeros / y es por eso que imploro / deploro / de nuevo tu clemencia». La caída en picado y la sensación de que nada, absolutamente nada, colma al yo.

Presenciar la muerte de la belleza, añorar esa belleza. Sentir el acero frío del revólver como una constante presionando las sienes de quien se estremece y no sacia su sed de paz. La no consumación del amor. La no consumación del suicidio. Leemos: «Me he saciado, sí, / una huida hacia la nada / en cada paso».

Otra clave evidente en el libro es la interminable contienda entre la oscuridad y la luz, dentro y fuera del ser. Un ejemplo inminente de esta batalla es el poema «Mutilaciones…del deseo al exterminio
», texto oscuro, casi maldito, que describe la pasión irrefrenable y ardiente del sexo y la terrible certeza de no poseer futuro: «si hay un más allá de este infierno de sábanas mojadas, / de piernas y muslos y túneles sangrantes, / no es algo que me traiga de cabeza».

Parece tratarse del deseo compulsivo de exorcizar el crudo dolor de la existencia. En tal sentido, leemos: «Sacaré tus cadáveres de adentro / y no es más que esto nuestro mutuo exterminio, / un lárguese quien pueda antes de que la mutilación se haga evidente». En el ardor de las sábanas, en pleno apogeo de la llama feroz que quema a las amantes ¿quién aniquila a quien? Nos preguntamos ¿qué muerte puede escapar de nuestros cuerpos, qué miedos?

En «Leyendo poemas de amor», el siguiente subtítulo del libro, la pasión amorosa tampoco alcanza futuro, no nos salva de la locura, ni de la soledad que siempre acecha. Ese vivir el amor en supuesta libertad, pero sin ningún futuro, se resume en versos como estos: «Tan parecido al amor / que me da vértigo». Parece que la búsqueda del amor a través de la carne solo produce en la persona poética un vértigo parecido al que los existencialistas han definido como el vértigo de la existencia, tan bien abordado en
«La Náusea» de Jean Paul Sartre.

¿Nos negamos a la entrega en el afán de encontrar la utópica libertad, no siendo de nada ni de nadie, en ausencia total de identificación con la pertenencia?

En «Pasillos Interiores», antepenúltima parte del libro, las claves están en la memoria de la niñez, los miedos infantiles, la oscuridad como escenario para la aparición de fantasmagóricas imágenes de niños muertos y vírgenes. El pasillo como túnel tenebroso que nos separa de la habitación de la madre. La madre nutriente. La madre abrigo.

Asistimos al diálogo de la niña que viaja entre dimensiones y la madre que le pide que calle, que no diga lo que ve. El terror nocturno de la niña implora el regreso a la casa acuática dentro del vientre materno. Y leemos: «¿por qué tuviste que vaciarte de mí?». El lugar de la infancia y sus horrores, se traduce perfectamente en estos versos: «y los niños practican el suicidio / desde los trampolines». El yo empequeñecido e indefenso ante tanta visión constituye, quizás, un presagio del futuro de la escritora que cuenta, la poeta que recuerda y dice lo que ve.
«Resurrectorio», lugar que alberga al que regresa de la muerte, guarda los poemas del penúltimo subtítulo. El yo poético conecta con su más antigua y profunda feminidad. Reconoce la maldición de la palabra religiosa que la condena a parir con dolor, a abortar con culpa, menstruar los hijos imposibles cada mes, la inminencia del útero como casa de vida y muerte, útero-savia, útero-ataúd. Leemos: «dolor de pequeños seres inconclusos / azota mis entrañas cada treinta días». Lo femenino y lo religioso. El cuerpo y sus sistemas. El agua. La sangre. La carne y sus dolores. El ardor. En «Resurrectorio», la poeta recorre algunas sentencias bíblicas que marcan los destinos y busca a toda costa desasirse de tales dictámenes, en un esfuerzo por alcanzar la serenidad, recobrar la fe en la vida, a partir de la ausencia de dogmas. La fe en el ser y el estar, en el silencio, en la contemplación, en la meditación. Y surge de este modo «Zen», como subtítulo a una serie de diez poemas finales que buscan reconocer la posibilidad de resguardo que brinda el budismo zen, esa práctica que permite «sentarse frente a la pared» para «dejarse morir un poco».

Hallar la disolución del yo que vive en la carne y la mente, alcanzar el alivio de la punzante herida emocional que deja secuelas en la memoria. Encontrar al fin un método para el silencio que facilite contemplar la nada, y por fin comprender: «al fin / escuché».

El filósofo Byung-Chul Han, en su libro «La sociedad de la transparencia» nos recuerda que «el alma humana necesita esferas en las que pueda estar en sí misma sin la mirada del otro». Quizás sea esta una buena conclusión para una mejor aproximación al recorrido poético de Elena Villamandos. La búsqueda del refugio que silencie, aunque sea temporalmente, el bombardeo tan violento de la memoria y el crepitar imparable del cotidiano y a veces superfluo diario quehacer.

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