«Father and daughter», un relato de Nieves Rodríguez Rivero*


Ensayaba entre bambalinas con el texto temblando entre los dedos. Lo repetía y repetía, dándole la entonación dulce y pausada que, estaba segura, mi madre tan buena y luchadora, se merecía.

Aquel padre ausente, según me contaba muchas veces, nos había abandonado sin motivo; por eso su decisión no tenía vuelta atrás, ni remedio. Esa era la causa de que yo no le contara los recuerdos que guardaba. Sus pasos lentos, el esbozo de arrullo, entrecortado y suave, con el que me llevaba adormecida hasta la cama, y su silueta, detenida bajo el umbral de la puerta durante unos minutos antes de apagar la luz: así lo recordaba, pero nunca se lo dije para no romper el argumento que la sostenía.

Y decidí desvelar mi admiración leyendo lo que a mi madre, mi ejemplo, el astro sobre el que giraban mis sueños, la hacía única ante mis ojos. Era la redacción que me habían seleccionado y que serviría de preámbulo para la Clausura de la nueva Promoción de Secundaria. 

Salí sin mirarles, rozando el suelo, sin respirar y, con el corazón contenido entre coma y coma, volé sobre murmullos de cabezas sin rostro ordenadas en las sombras, tratando de escapar del torturante foco que me perseguía.

Entonces, mientras rompía el silencio con mi débil voz, dibujé una línea hasta el fondo y, bajo la puerta de butacas, le adiviné recortado en la luz, repitiendo la silueta de sus «buenas noches». Solo, como siempre. Suerte que ella no lo vio. Estaba distraída hablando con el padre de mi amiga Marta.

Cuando terminó el acto, lo busqué entre los comentarios, pero ya se había ido. A veces no estaba segura de que fuera cierto que viniera, porque mis ojos me gastan bromas, no sé... si le pudiera preguntar a ella... Pero no, a ella no, que llora cuando me cuenta lo mucho que ha sufrido.

Invisible entre sonrisas y canapés, me detuve en aquella sensación hueca, mirando a ninguna parte. Hasta que entró Marta, embalada en la coreografía que me dedica cada vez que me ve, con esos pasitos cortos, como en el aire, la sonrisa de payasa y un abrazo listo desde la otra esquina: ¡adorable!

Venía a confirmar nuestra «noche posgraduadas»; de nuevo conseguíamos estar juntas gracias a que su padre tenía reunión de empresa. Porque su madre era muy divertida; y un poco de ruido después de las doce le parecía aceptable... Como a mamá cuando éramos felices.

Fue genial. Vimos una peli de miedo, hablamos de chicos, y nos dio un ataque de risa al vernos ¡tan gordas ante el espejo! después de comernos nuestro arsenal de golosinas.

Seguro que fue algo de todo eso que engullimos sin sentido lo que le provocó a Marta aquel alarmante estado: se llenó de manchas rojas, se le hincharon las manos y le faltaba el aliento. Fue entonces cuando su madre decidió llevarla a urgencias y me aconsejó volver a casa, dejándome en la puerta al pasar.




Entré sin hacer ruido para no despertarla, subí la escalera siguiendo el sonido de una voz desconocida que agitó un oscuro temor y, tras el breve espacio que permitía su puerta entreabierta, le vi de espaldas: era el padre de mi amiga, desnudo sobre ella, rompiéndome los sueños. Volví sobre mis pasos y busqué refugio en el asiento de atrás del coche, donde enterré mi inocencia. 

Hago que no lo sé, pero ya no desordeno el armario probándome su ropa. Ahora curioseo los altillos; en ellos encontré una foto antigua, creo que de cuando se conocieron, la guardo en el disco de Cat Esteven, para ver cada noche que ¡tengo sus ojos! También recuperé la vieja agenda: Marqué, uno a uno, los números sin referencia apuntados al margen, hasta que reconocí su voz.

«Papá, soy yo… no me cuelgues». 

* Nieves Rodríguez Rivero es coautora de la trilogía de minitextos Somos solidarios y alumna de uno de los talleres de Escritura entre las nubes.


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