La devastación de "Isla Nada", de Víctor Álamo de la Rosa, por Daniel María


Antes de cerrar capítulo, poner punto y final a un trecho que no elimina el camino, simplemente lo agota porque se bifurca o porque el caminante es el que ha cambiado, porque ya es otro, Víctor Álamo de la Rosa vuelve al inicio, a Las mareas brujas (1991) y las convierte en Mareas y marmullos (2011), las reescribe, las reinventa, las completa, las hace definitivas. Para ello es necesario, determinante, el plus del tiempo; es decir, lo escrito hasta el momento y lo leído hasta el momento, para alcanzar mayor altura, para enmendar los errores y excesos. Esto nos demuestra que aún es tiempo, mientras el autor vive, de limar la obra hasta la satisfacción total, si es que esta existe. También demuestra una actitud crítica para con su propia obra que no es moneda común en el oficio.

La verdad reside en la isla como un reptil dormido, un tsunami que aúna fuerzas en su sosiego para arrasar un día. La devastación ha llegado con Isla nada. La narrativa canaria explora esa paciencia insular, la espera tranquila, sumida en la modorra, que un día se rebela. Esto nos han mostrado las sólidas novelísticas de J.J. Armas Marcelo, Ángel Sánchez, Emilio Sánchez Ortiz, José Rivero Vivas, entre otros; y principalmente Isaac de Vega, padre de todos. A ellas se ha sumado la primera etapa creativa de Víctor Álamo de la Rosa, una entrega que ocupa veinte años de producción literaria y seis novelas.

Con El humilladero (1994) puso nuestro autor el pie de su literatura en la tierra. De las mareas, tan brujas por misteriosas y hechizantes (también por hechiceras) viene la palabra a asentarse en la Isla Menor para ofrecer sus hijos a la ficción de verdades que son como puños de arena, tan vieja y misteriosa como la marea que la humedece. Quizás porque todos los seres proceden del mar, el lagarto curioso que es la literatura de Víctor Álamo de la Rosa había de hacerse a la tierra, calzarse el sol y el viento para saber lo que es la vida seca, esa sequedad del tiempo que se prolonga.

La isla como espacio de fascinación mantiene y proyecta las supersticiones, las creencias, de tal modo que el destino es una voluntad reservada del misterio que, cuando quiera, atará cabos; es decir, atará biografías y maldecirá a los habitantes futuros, por ser ellos también parte de la isla, porque la isla solo tiene a los suyos para amarlos o para odiarlos, que es otra forma de no dejarlos salir.

En El año de la seca (1997) la palabra del padre es un ladrido. El honor
bien merece atravesar el blando corazón de un recién nacido que, además, es nieto del criminal. Cándido es la ironía, la sorna del destino a veces tan cruel. Y solo queda enterrar la barbaridad, la bestialidad, en el huerto donde surge el alimento de la casa; esto es, se comerán su propia animalidad. Todo anda muriéndose en Isla Menor, el espacio que encierra una historia de amor. Cuanto más estrecho y localizado, más universales son el amor y la historia que se cuenta. Esto nos confirmó El año de la seca, al tiempo que iniciaba verdaderamente la trayectoria de un narrador necesario, único, lleno de porvenir. Y por todo ello permanece esta novela como un clásico actual de la literatura canaria. Lo merece. Pero su siguiente novela, Campiro que (2001), es la entrega de Víctor Álamo de la Rosa que debe imponerse como el clásico que es. 

Campiro que, letanía que recuerda al Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi, advierte en su inicio que no son letras, sino lagartos, quienes forman la palabra principio, que es el término más parecido a misterio, una derivación literaria y espiritual, ya que no etimológica. Campiro corta la lengua de Celedonia por mentir y por lamer con ella. Es un crimen contra el placer de la mujer (ávida de conocimiento y de semen) y también un suicidio de su propio placer de hombre. El alemán Hans regala a Celedonia un bolígrafo, un elemento fálico que nos invita a asumirlo como representación de la escritura, de igual modo que la tinta en representación de la eyaculación. El escritor y la escritura. El deseo y el crimen. El amor y la obsesión.

Los días transcurren iguales en la isla, sin mención ni memoria, porque todo acontece de puertas para adentro, monte adentro, mar adentro, tan secretamente como el origen, el principio que forman los lagartos. Ya en Campiro que latía una suerte de canibalismo que anunciaba la aniquilación del ser: cazar lagartos en la infancia, cual juego antropófago e involuntario que destruye el imaginario que los dibuja; un imaginario que es su propia identidad, la de un cosmos literario donde todos los habitantes forman un solo ser, una única existencia.

Terramores (2005) confirma la solidez de Isla Menor como territorio mítico y, también, la capacidad inventiva de Álamo de la Rosa, que juega a entrelazar personajes y tramas de sus anteriores títulos en un acercamiento al origen, y con él al principio, es decir, al misterio. El sexo, el deseo y las relaciones amorosas estallan aquí en una urdimbre de fuego y de llamas; incendia las voluntades y mantiene hasta el final el enigma que solo la suprema verdad puede dar a conocer. Terramores es la película firmada por Álamo de la Rosa, la más cinematográfica de sus historias, la mejor definida: una novela de escritor, una novela pensada y corregida, de silencios tan altos como la puerta de los templos, el paso previo al espacio sagrado de lo absoluto.

La cueva de los leprosos (2010) presenta una novedad tangencial en la narrativa de Álamo de la Rosa. La figura del forastero que llega a la isla con su propio misterio y que permite al autor trabajar un lenguaje nuevo, un ejercicio de escritura que posibilita otra dimensión: la narración en primera persona del portugués se aleja considerablemente del lenguaje de sus anteriores novelas, contadas por una voz insular. Si hasta el momento la muerte ponía punto y final a la existencia, ahora desvela un mundo genuino, un cielo bajo el mar, la paz para sus hijos que se reservaba la isla. Y nosotros sin saberlo.

El único mapa donde puede consultarse Isla Menor es la literatura de Víctor Álamo de la Rosa. Son frecuentes los guiños al lector fiel, aquel que ha seguido el devenir de Isla Menor desde la primera entrega, y es fascinante hallar personajes de hondura, tan profundos en su esencia literaria como en el aliento humano que los envuelve. Los territorios míticos solo pueden ser habitados por seres idénticos a su naturaleza, mimetizados con su alma; y la galería de personajes de Isla Menor responde a un estudiado diseño, una armonía de correspondencias.

Isla Nada revierte a la matriz insular que ya fuera recipiente de venenos. La música y la guerra serán extranjeras y llegarán a la isla para amansar bestias y para entrelazar bestialidades, pero también para alcanzar otro amor posible. La novela viene de fuera para asentarse en la isla donde Nada se resiste a ser Azar y el destino, rodeado siempre de agua por todas partes, se reservará la última palabra, el último silencio, la potestad de ser o no ser, de morir o matar, porque el mar tiene sus propios caminos. Una forma de demostrar que el mundo está repleto de islas menores y que la lejanía es tan próxima como una caricia si hay voluntad de descubrir lo que aguarda el horizonte. La tricontinentalidad de Canarias, su mestiza naturaleza, pervive como telón de fondo en Isla nada, donde la palurda actitud de la ignorancia nacionalista late caricaturizada. Se trata de una decidida actitud política de Víctor Álamo de la Rosa, de intelectual comprometido con su propia causa, que no es otra que la expresión de una libre ficción y, dentro de ella, de un libre pensamiento.


El naufragio es la bendición de los tristes, la oportunidad de arribar dolor a las orillas, de hallar otro agua para la boca que no sea la sal imbebible. La Isla es Nada porque es Todo. El monumento novelístico de Víctor Álamo de la Rosa es, en consecuencia y en resumen, un solo personaje y el sentimiento de este que deben descubrir. Hablo de Domingo Machina. 

Este esfuerzo creativo de Víctor Álamo de la Rosa ha concluido. El punto final es la memoria de las momias a través del cristal, los surcos de la tierra y las arrugas de los árboles que descansan del lado del viento. Esta muerte sin despedida es un zarpazo de amor a la literatura, al riesgo de seguir escribiendo para escribir otra cosa, para no repetirse, para superarse, para hacer oficio. No quiero que vuelva la Isla Menor al papel nuevo, no quiero más de ella que todo lo que existe y no volverá a existir. He visto morir un siglo a sabiendas de que me sobrevivirá el siglo venidero. Todo. Nada. Isla. Tan antigua es la vida que no tiene fin y en eso es idéntica a la literatura.

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